La última semana ha sido como una primavera anticipada en medio de el frío invernal neoyorquino.
Tras lo acontecido en Fin de año no podía dejar de pensar en cómo de tenso sería el ambiente en el despacho. Henry me había cogido un gran cariño pero, obviamente, eso había sido antes del beso entre su hija y yo. Además delante de sus propias narices... ¡menos mal que el día uno era festivo!
El segundo día del año comenzó como casi siempre, con un madrugador Henry sentado en su silla de despacho, frente a un escritorio a rebosar de papeles y inscripciones en el registro civil, y su ya clásico folio garabateado con las tareas del día. Su eficiencia me sobrecogía en ocasiones, sobretodo cuando era yo quien tenía que obligarlo a marchar a casa tras más de 12 horas de trabajo. Yo no necesitaba descansar, él sí.
Entré en el despacho como siempre lo hacía, cargado de donuts y café caliente. Era una costumbre que había adoptado y que realmente hacía encantado, a fin de cuentas, si había aprendido algo a lo largo de estos años era que si quieres recibir sonrisas, era imprescindible regalarlas a bocajarro.
Esperaba encontrar a Amy ordenando algún fichero, o soñando con los ojos abiertos con viajes, nuevos horizontes que descubrir, o, más frecuentemente, con la nariz dentro de un enorme libro de contabilidad que pacientemente revisaba con el fin de no obviar ninguna transacción pasada. No obstante ella no estaba.
Henry se disculpó en su nombre, alegando una indisposición gástrica que le había impedido dormir la noche anterior. El buen hombre prometió que su hija recuperaría el día perdido en cuanto se recuperase, pero la verdad es que me molestaba más su ausencia, que su trabajo sin hacer.
Todo era menos tenso de lo que imaginaba, aunque podía palpar el miedo de mi contable a que en algún momento mis instintos vampíricos saliesen a la luz con su hija como objetivo. Decidí abordar el tema, sabedor que su educación y profesionalidad eran una barrera impenetrable a la hora de tratar ciertos temas.
-Henry, debe usted saber que pese a mi naturaleza, pese a lo que usted pueda creer saber de los míos... su hija está totalmente a salvo. No es la primera relación que tengo con una mortal, y debe usted saber que su hija me gusta de verdad. Mis intenciones son sinceras.
- Don Alberto, es usted un jefe generoso, y no dudo que sus intenciones sean puras, pero deberá entender que es mi hija. Me preocupo por ella. Usted ya ha sido aceptado en mi casa, como habrá podido observar, no obstante, si a Amy le pasase algo... no quiero ni imaginarlo.
- Lo comprendo, créame que lo entiendo más de lo que usted imagina. Sé lo que es perder a un ser querido, y desde hoy le juro por lo más sagrado que voy a cuidar de ella. No permitiría jamás que nada malo le sucediese. No puedo explicar con palabras qué siento por su hija... Lo siento, pero en un siglo de vida aún no he aprendido a describir lo que sentí la primera vez que la vi. O cómo no dejo de pensar en ella. O cómo ansío hacerla feliz.
- Espero de verdad que así sea. Amy es una chica frágil en cuanto aparta la razón de su timón. Sé que usted es buena persona. Pero sólo quiero advertirle que si en algún momento Amy sufre cualquier percance por causa de su compañía... tomaré las riendas del asunto, como padre. Como su padre.
- Estoy conforme. Usted sólo déjeme mostrarle que mis sentimientos hacia ella son sinceros. Lo demás quedará retratado por el tiempo.
- Confío en usted. Por cierto... si lo desea puede ir a visitarla a mi hogar. En el despacho está todo controlado. Y... llévele algo que la haga sonreír, no sé, tal vez uno de estos gruesos libros de finanzas... jajajaja ( Henry siempre bromeaba con que a su hija sólo le interesaba la economía, que ella solita podría levantar un imperio con la experiencia y el capital necesario).
Le guiñé un ojo, y me encaminé hacia la mejor floristería de la ciudad, decidido a comprarle el ramo de rosas blancas más perfumado de todo New York. Esa iba a ser mi broma personal... unas rosas para una "Rose". Quizá debía mejorar mi sentido del humor, pero estaba convencido de que le gustaría mi regalo.
Llegué al moderno edificio donde vivía mi pequeña contable. Me temblaba la voz mientras ensayaba mi excusa para tan inesperada visita. Finalmente había decidido regalarle una sola rosa, con la intención de sumar una más cada mes que ella estuviese a mi lado... Obviamente estaba deseando regalarle 500 rosas blancas, pero ese pequeño detalle era mejor omitirlo con el fin de no asustarla. Al fin y al cabo, no sabía que relación teníamos, o tendríamos.
El trayecto en ascensor me pareció durar horas. Estaba nervioso, aunque no dejaba de repetir para mis adentros : "tranquilo Alberto, le sacas más de cien años, no puede ser tan difícil". Lo era.
Llamé suavemente al timbre y al instante escuché los pasos de la señora Rose al aproximarse a mirar por la mirilla. Me abrió sonriente y dijo : "¡Alberto! ¡Qué alegría! llegas justo a tiempo para probar mis galletas caseras de chocolate." (Al contrario que su marido, la señora Rose me tuteaba desde el primer día, lo cual, dicho sea de paso, me resultaba reconfortante.)
Me hizo pasar al salón de té, mientras corría como un ratoncito nervioso a avisar a su hija de mi visita.
No pasaron ni dos minutos cuando Amy apareció por el pasillo, situado a mi derecha.
El sol de la mañana penetraba por las ventanas, acariciando su blanca piel y relejándose en una preciosa bata de seda blanca. El olor floral de sus cabellos no me resultaba difícil de percibir desde donde yo me encontraba, consiguiendo ponerme todavía más nervioso, y provocando que rompiese el extremo inferior del tallo de la rosa que le llevaba tímidamente.
Amy permaneció un segundo de pie frente a mi, mostrándome esa preciosa sonrisa que tantas veces había reproducido en mi imaginación en las últimas 48 horas. Me guiñó juguetonamente un ojo a la vez que dijo : "Vaya, que gentil, vienes a verme y me traes una rosa... sí Alberto, pillo perfectamente la bromita de turno". Rompió en una sonora carcajada y corrió a sentarse de un salto a mi lado en el sofá.
-Siento no haber podido acudir al despacho, te prometo que yo...
- Shhhhh (interrumpí apresuradamente), ya me lo ha contado todo tu padre. De hecho es él quién me ha permitido visitarte. Aunque no he accedido a traerte un libro de facturas como presente, tal y como él me ha sugerido. (Sonreí amablemente).
- Sí, típico de papá... tiene un humor muy...suyo. Por cierto, bonita rosa. ¡Huele genial!. Y es un detalle que hayas venido a visitarme, aunque insisto, no es para tanto, mañana ya estaré al pie del cañón. Lo prometo.
- olvídate ahora del trabajo, tú recuperate. Tómate tu tiempo. Tu padre y yo podemos hacer el trabajo por tí, aunque no sé si te gustará perderte mis próximos movimientos inmobiliarios... (decidí jugar a intrigarla, pero ella pareció no mostrar excesivo interés. Estaba más concentrada en oler su rosa.)
Almorzó una tostada con aceite y sal, quizá lo único que le sentaría bien dada su situación.
Charlamos durante dos horas sentados en aquel cómodo sofá de cuero marrón hasta que poco a poco el cansancio de la noche en vela fue haciendo mella en sus ojos, que se cerraban sin resistencia ante el abrazo de Morfeo.
La rodeé entre mis brazos, la tapé con una suave manta y le susurré al oído : "Amy, me encantas.. descansa. Acuéstate de nuevo. Mañana volveré a visitarte".
- Gracias por todo Alberto, prométeme que volverás.- dijo ella entre bostezos, abrazada a su flor, rodeada por mis brazos.
- Prometido. - me apresuré a susurrar. Y tras un beso en sus labios y otro en su frente, la cogí en brazos, la llevé a su cama, la acosté con la ayuda de su madre y regresé al mundo real.
5 DE ENERO DE 1931
Ya no tenía duda. Amy era lo que yo definía como "Chica Armageddon". Dicho de otro modo; aquella mujer tras la cual no existía nada, sólo el caos más rotundo y gélido.
Su gastroenteritis la había mantenido apartada tres días más del despacho y yo ya creía enloquecer.
Cada mañana, tras cerciorarme del beneplácito de Henry, acudía a visitarla. Cada día le llevaba un obsequio distinto, desde una pila de periódicos para que se mantuviese al día de lo que sucedía ahí afuera, hasta la más estúpida tontería como por ejemplo, un poema escrito por mi. No cabía duda : estaba enamorado de ella.
El día de reyes, tan tradicional en mi España natal, decidí celebrar su recuperación invitándola al teatro. En el Music Hall representaban Aída, una obra a la cual había podido asistir en primera persona su estreno oficial durante la inauguración del Canal de Suez. Le relaté todo cuanto aconteció el día del estreno mientras observaba la llama de la emoción y la curiosidad reflejarse en sus ojos. Sí, Amy era una chica mucho más culta, melómana y erudita que el resto de sus coetáneas. Eso me encantaba.
Tras la ópera, una antigua calesa nos llevó hasta el domicilio de los Rose.
La ayudé a bajar del carruaje, pagué al chófer, y me dispuse a darle las buenas noches aun siendo reacio a despedirme de ella tan pronto.
Un suavísimo beso en la comisura de los labios. Otro en la mejilla. Uno más en el cuello, acercándome hasta su lóbulo de la oreja, donde susurré: "te amo".
Me separé lentamente, disfrutando de su perfume, temeroso de su respuesta.
Amy me miró con una dulzura que jamás antes había imaginado en este mundo y me respondió: "y yo a tí, vida."
Un dulce y largo beso en los labios era lo que ponía fin a una noche mágica.
Esperé a que entrase en su portal y me encaminé a mi casa dando un tranquilo pero feliz paseo.
Me ama...